Viaje a las estatuas
domingo, 14 de abril de 2024
CLASE ESPECIAL EN LA IGLESIA DE LA PIEDAD / BA, 3-IV-2024
domingo, 7 de abril de 2024
ENRIQUE ESPINA RAWSON IN MEMORIAM
Enrique Espina Rawson junto a OADM en la presentación de La última esquina de Carlos Gardel, en la Manzana de las Luces (2007).
Los salvajes unitarios están de fiesta, escribió José Hernández, a propósito de la muerte del Chacho Peñaloza. Y
parafraseando al más grande poeta argentino, habría que decir que los
sostenedores del origen uruguayo de Carlos Gardel, aunque no estén de fiesta,
al menos, desde el viernes, respiran más tranquilos. Porque ha muerto en Buenos
Aires (la patria adoptiva del vástago de Toulouse) el más acérrimo polemista y
refutador de aquella tesis, tan cisplatina como absurda. Ha muerto mi amigo
Enrique Espina Rawson, el hombre que más sabía acerca de Gardel en el planeta
que habitamos; pero que, además, sabía de muchas otras cosas.
Lo conocí en el verano
del año 2001, por el azar de las circunstancias. Nuestros caminos no venían, en
este caso, trazados por los temas culturales o históricos, como podía
esperarse, sino por unos desempeños corporativos simultáneos, en el grupo de
empresas del Banco de la Provincia de Buenos Aires. Porque así de caprichosa es
la vida.
¿Nos hubiéramos
cruzado de otro modo? No puedo saberlo. Lo cierto es que allí nos conocimos y
allí comenzamos a hilvanar conversaciones sobre cuestiones históricas y
literarias de Buenos Aires.
Me impresionó la
seriedad de la información que él espigaba en cada charla, el tono coloquial
con que arropaba su discurso (lejos de cualquier arrogancia definidora), la
agudeza por momentos mordaz de su análisis, y la variedad de sus lecturas, que
incluían a autores todavía vigentes (como Borges), relativamente olvidados
(como González Tuñón) y a otros totalmente fuera de agenda (como Chesterton,
Melián Lafinur y Ocantos, por ejemplo), que también yo leía.
Bastaron estos
pocos elementos, sumados al común nexo con Hipólito “Tuco” Paz (que descubrimos
de causalidad, al cabo de unos meses), para edificar un vínculo 100% ajeno a
cualquier motivación frívola, zafia o material. Nos hizo amigos cierta forma de
la “virtud”, como quería Aristóteles: el puro y espiritualizado gusto de
conversar acerca de temas que, para ambos, formaban parte medular de esa verdad
acerca de nosotros mismos que es la propia identidad. En este caso, cimentada
en determinada literatura que no era para cualquier paladar, y en la nostalgia
de una mirada atenta al pasado argentino que no era para cualquier miopía
intelectual.
Como al mismo
tiempo me desempeñaba como asesor honorario de la Comisión Nacional de
Monumentos (que presidía el recordado Alberto S. J. de Paula, otro aristócrata
del espíritu), Enrique no perdió tiempo y me abordó una tarde con un asunto que
ocupaba su pensamiento desde tiempo atrás: la declaratoria, en la máxima
categoría patrimonial posible, de la tumba de Carlos Gardel.
Por aquella
época, casi nada sabía yo acerca de la vida de Gardel. O, lo poco que sabía, lo
sabía mal, porque me lo imaginaba como un aprendiz de malevo de barrio que
aprendió a cantar o cosa semejante. Por supuesto que había escuchado con ligero
gusto muchas de sus grabaciones, aunque estaba lejos de ser el adicto a sus
interpretaciones en que me convertí después. La “culpa” (en todo caso, “culpa
feliz”, por utilizar la expresión agustiniana) de mi ulterior y persistente
fanatismo gardeliano la tuvo Enrique Espina Rawson.
Las palabras
acrisoladas y magistrales de Enrique acerca de Gardel fueron como una epifanía,
como el “rayo misterioso” que imaginó Le Pera, y que iluminó mi pensamiento y
mi corazón. Aquella metánoia gardeliana que
experimenté, aquel “camino de Damasco” que emprendí hace más de veinte años en
lo tocante a Gardel, tuvo en Enrique a su apóstol y su profeta.
Fue él quien me
hizo notar que, bajo la engañosa habitualidad del repertorio gardeliano y el
estereotipo abaratado de su imagen, detrás de aquel ícono otrora repetido en
los espejos de los colectivos que tomaba de chico, o agazapado en la
melancólica referencia a un Buenos Aires que ya no existe ni volverá a existir,
más allá de los clichés tangueros, había otro Gardel, el hombre ético, el caballero, el buen hijo, el buen amigo, el porteño
arquetípico y el esteta (rasgos que también Enrique podía reclamar como
identitarios). Aquel Gardel permanecía desconocido y hasta burdamente
distorsionado ante mi generación.
Lo dije entonces
y lo repito ahora: por ese solo motivo, mi deuda intelectual con Enrique Espina
Rawson es impagable por desproporcionada, como los Quinientos millones de la Begum contabilizados por Julio Verne. Y
más sideral se volvió cuando, en el año 2007, Enrique aceptó escribir un
prólogo a un breve libro mío acerca del mausoleo de Gardel, que logramos que se
declarada Sepulcro Histórico Nacional
ese mismo año, asumiendo el Centro de Estudios Gardelianos la custodia de ese
“santo sepulcro”, como él lo llamaba. El precioso y conciso texto prologal lo
concluyó diciendo que, al aceptar esa encomienda escritural, sentía la honda
satisfacción de ocuparse de “dos personas
de su amistad”: de Gardel y de mí.
Ubicarme en ese
mismo podio de su afecto, junto a Gardel, fue el colmo de su generosidad, que
selló para siempre en mi ánimo un sentido fraterno de gratitud y de lealtad.
Porque en esos
valores en extinción, de la generosidad y de la lealtad, entre muchos otros que
Enrique cultivó, podría cifrarse el itinerario de su existencia.
Fue siempre generoso
con sus saberes (he reiterado con absoluta convicción que Enrique era la
persona que más sabía acerca de Gardel en todo el planeta Tierra, y una de las
personas que más sabía del tango en el mismo planeta. Si acaso existen otros
que sepan más, en los confines siderales de la galaxia, yo no lo puedo afirmar).
Fue generoso en
conectar a personas con gustos afines y fue generoso, además, en el plano
material, porque era muy dado a obsequiar libros que hallaba en sus anaqueles y
que suponía que podían ser de interés para el destinatario.
Era pródigo en
anécdotas de personajes que estimaba como relevantes en algún sentido, era aciculado
en sus reflexiones, era coherente en sus ideas, una coherencia que también
extendió a una modalidad de pensamiento agnóstico muy de tono borgeano.
Menciono esto último porque del tema de la religión hablamos repetidamente y, a
veces, haciéndonos cómplices de una ironía algo irreverente, pero sin malicia y
bien humorística, porque él conocía y respetaba mucho mi simpatía por el
fenómeno religioso en general, y mis vinculaciones amicales con el clero de
varios ritos.
Recuerdo que en
una ocasión sostuvimos, con fingida solemnidad y de común consenso, en una mesa
del Florida Garden, que la existencia
mortificante del mosquito (lejos aún de prever estas plagas recientes) podía
llegar a esgrimirse como una prueba irrefutable de la inexistencia de Dios. A
lo cual agregó él, con más seriedad y llamativa compasión, que la prueba
definitiva, en rigor, podría ser el sufrimiento del reino animal:
–Imagínese Usted, Oscar (me decía, porque siempre nos tratamos de Usted), un animal cualquiera, un león, que anda en la selva con una espina
clavada en la garra, y no la puede remover, y luego se infecta y así pasa días
enteros… qué espanto por favor… ¿Cómo podría un Dios permitir ese sufrimiento?-
Recuerdo,
también, el horror absoluto que le causaban los crímenes y las violencias de
todo género. Era un hombre apacible por naturaleza, honestamente asido a una
“moral sin dogmas”, como Ingenieros, profundamente preocupado y dolido en su
interior (especialmente en los últimos años) por la tragedia sin fin de la
Argentina. Era, sin duda, un patriota que abominaba de la corrupción política
(aunque, por momentos, llegaba a pecar de cierto esquematismo maniqueo que,
invariablemente, cargaba sobre el peronismo la suma de los males nacionales) y
admiraba a los grandes hombres del pasado, a aquellos que habían aportado su
cuota a la grandeza pretérita del país. Entre ellos estaba Gardel, a quien
juzgaba un fenómeno tan excepcional como inagotable.
Su preferencia
estética lo orientaba en el sentido de la belleza de las formas nobles, ya
fuera una pieza musical (escuchaba buena música, tanto clásica como popular),
una pintura, un grabado, una escultura o un objeto cualquiera de anticuariado,
de ésos que ennoblece la pátina de los años. Esto explica su experimentado paso
por los remates de antigüedades, su ojo clínico para ese rubro y la concreción
de su propio negocio. Recuerdo aquel local en la Galería “Las Victorias” y tengo
muy presente aquel otro más reciente, de doble superficie y con sótano, en la
Galería “Larreta”. Allí solía entrar yo, de pasada o de camino hacia el sushi
bar Murasaki, para echar un párrafo
que, con frecuencia, concluíamos en el Florida
Garden o en el café de al lado (cuyo nombre se me escapa), sobre la calle Florida.
Otros contertulios pudieron sumarse al convivio
de vez en cuando.
En esta hora de
ausencia irreparable, lamento no haberlo visitado con más frecuencia, al menos
en 2023.
Aquella tienda de
anticuariado llegó a ser, más que un comercio, una excusa para ir à la recherche de temps perdu, porque
(quizá éramos “proustianos” sin darnos cuenta) nos movía el impulso de una
reflexión psicológica sin tensiones dialécticas sobre la literatura, sobre el
arte, sobre la historia, sobre los recuerdos y, corsi e ricorsi, sobre el paso inexorable del tiempo.
En cualquier
caso, ambos sabíamos que la Argentina estaba muy lejos del nimbo de sus pasados
esplendores. Y que, ante la escala fenomenal de esa decadencia (la vergüenza de haber sido / y el dolor de
ya no ser…), no había razones objetivas en el corto plazo para atesorar una
gran esperanza colectiva. Sólo quedaba el consuelo de contemplar los gloriosos vestigios
materiales en pie o los registros impresos de aquella época dorada, y compartir
narrativamente, en voz alta, esa experiencia, entre amigos.
Y digo “en voz
alta” porque Enrique, aparte del talento que demostró en el oficio de la pluma,
atque solerti ingenium, fue un
maestro de la causerie, de ese arte
perdido de la conversación miscelánea salpicada de rariora, del guiño y el sobreentendido, de la viñeta cotidiana, de
la apología vindicatoria… o la reprobación justificada desde un sentido crítico,
acidulado y despojado de sentimentalismo. En este último ítem, más de una vez coincidimos en el desprecio visceral hacia
algunos personajes encumbrados sin mérito por la “corrección política” vernácula
y la estupidez humana, que no mencionaré por cuestiones de delicadeza.
Quizá en el
ejercicio de ese fino ingenio, mental y verbal (porque no era en modo alguno un
lenguaraz, de los que llenan el aire como un guaro, con palabras huecas en
reemplazo de las ideas vacantes) residía, también, su testimonio, como eslabón
de una cadena rota: la cadena de una “identidad porteña” hecha de ideales y de
lealtades, de buenos modales y de buen gusto, de cultura libresca y a la vez
del saber empírico de quien posee “calle” y frecuentó las noches de una ciudad
que, ahora, sólo existe en el territorio onírico de la memoria y en los relatos
ajenos. Precisamente, solía decirme que uno de los méritos de la biografía de
Gardel escrita por el inglés Simon Collier (que me mandó a comprar y a leer
perentoriamente, como quien manda a un chico a hacer un mandado o una tarea
escolar: -Vaya a comprarla hoy mismo al
Ateneo- me indicó. Y así procedí, con obediencia discipular), es el haber
logrado una pintura de esa contextualidad epocal tan difícil de explicar, que
él llamaba “el ambiente”. Ese ambiente porteño de una época que, insisto,
Enrique sabía con total realismo (alguna vez dijo que el tango había muerto y
era un episodio arqueológico) que ya no iba a volver.
A Espina Rawson
se lo asocia con Gardel, naturalmente, y también con la materia del tango. Y es
correcto, porque en ambos campos desplegó su pericia. Hasta se dio el lujo de
producir un relato contra fáctico e hilarante, ¡acerca de los cien peores tangos!
(quien no lo haya leído, debería hacerlo). En cambio, con Gardel no bromeaba: sus
libros “Disparen sobre Gardel”, “Gardel inédito” y “Archivo Gardel”, son
aportes científicos para la construcción del sujeto histórico biografiado.
Pero, decía antes,
que la versación poético-musical de Enrique excedía el perímetro de Gardel y
del tango. Me acuerdo de ésa oportunidad en que, sentados en el café Josephina´s de la calle Guido, lo
consulté acerca de la versión de la zamba “De Simoca”, que grabó el “Chango”
Rodríguez. Su respuesta, sin libreto previo, fue desgranando una lección de
folklore; y, de paso, dejó en claro su repudio al cantante por el crimen que lo
llevó a la cárcel. El reflejo ético y el rechazo a la violencia, como marcas
sustantivas de su personalidad, se le colaban a Enrique, lo atravesaban y no
podía evitarlo.
Esa misma ética
fue el motor dinámico de sus confrontaciones con los negadores del Gardel
nacido en Francia y, a la vez, postuladores del Gardel nacido en Tacuarembó.
No podía tolerar,
ya no la discreta insinuación, sino la descarada proclamación Urbi et Orbis de una falsedad sin
fundamentos, sin probanzas heurísticas, contraria a los documentos auténticos
que existen, y que, para peor, dejaba a la señora Berta Gardes (la madre de
Carlos) en el incómodo lugar de la prostitución en la otra orilla del Plata. Y,
tanto lo arrebataba de justa ira esta pretensión anti histórica, como la
pasividad silente de la Academia del Tango y de los gobiernos nacional y local,
que evitaban pronunciarse en forma categórica.
Contra esa
conjunción de audacia de un lado y de mutismo del otro, protestó valientemente
y lo hizo más de una vez, dejando en negro sobre blanco que no era una reyerta
contra los uruguayos en su conjunto, sino contra aquellos, de cualquier banda
del río color de león, que pusieran en duda las certezas historiográficas ya
adquiridas. En esa fragua también templó su lealtad a Gardel y a la verdad sobre
Gardel.
¿Quedan otras
cosas por decir acerca de Enrique Espina Rawson? Sin duda que si, porque la
polivalencia de su figura como periodista, ensayista, escritor de ficción,
historiador, intérprete de la ciudad que lo vio nacer (no quiero olvidar mencionar
esas breves crónicas de apreciación arquitectónica y urbana, de calidad bijou, que publicaba en la revista de Izsrastzoff, con ese título de “Fervor por Buenos Aires”
que evidenciaba sus arraigos afectivos a la ciudad que era su paisaje cotidiano)
y polemista gardeliano, reclama que otros narradores sigan escribiendo acerca
de su vida y de sus obras. Hay por delante mucha tela para cortar.
De momento, y
desde el fondo de la enorme pena que me causa la partida de Enrique hacia “un”
reino que no es de este mundo, mi discurso enmudece, no por falta de palabras
(para eso está el idioma castellano adaptado al medio porteño, que mi amigo
hablaba con tanta propiedad), sino por la dificultad punzante de referirme a él…
en tiempo pasado.
Prueba ello de
que “ese” reino invisible, donde habita desde ahora, es ya el territorio sin
fin de la memoria.
martes, 26 de marzo de 2024
RECONOCIMIENTO COMUNAL PARA UN LIBRO DE OSCAR ANDRÉS DE MASI
LA COMUNA 1 DE LA CABA DECLARA DE INTERÉS CULTURAL EL LIBRO ACERCA DE LA HISTORIA Y EL ARTE DE LA IGLESIA ORTODOXA RUSA DE BUENOS AIRES.
Por iniciativa espontánea del bloque representativo de La Libertad Avanza, hemos recibido este reconocimiento. Al aceptarlo, el autor expresa que lo hace no tanto a mérito personal, sino como una distinción hacia la primera comunidad parroquial ortodoxa rusa establecida en nuestro país y cuyo templo, inaugurado en presencia del presidente Gral. Julio A. Roca en 1901, es monumento histórico nacional y tesoro patrimonial para todos los ciudadanos porteños. Porque, a su juicio, la diversidad de ritos es un valor que enriquece nuestra identidad común.
Gracias al miembro comunal Lic. Pablo Testori y su equipo; y gracias a mi querido amigo el arcipreste Alejandro Iwaszewicz, cabeza visible de esa comunidad de fe, por su confianza en mi tarea historiográfica.
lunes, 4 de marzo de 2024
¿POR QUÉ LA SUBSECRETARÍA DE PATRIMONIO DE LA NACIÓN NO DESEA QUE LOS MUSEÓLOGOS QUEDEN AL FRENTE DE LOS MUSEOS HISTÓRICOS NACIONALES?
Por Oscar Andrés De Masi
Para Viaje a las Estatuas, marzo
2024
En el marco de la tensión generada
en estos días por los relevos intempestivos de las autoridades de museos
nacionales (cargos que no se han cubierto, en esta instancia, mediante
concursos), la Subsecretaria de Patrimonio de la Nación ha expresado que, para
ejercer la dirección de los museos históricos, se prefiere ahora a los
historiadores (sic).
Nadie podría suponer que yo tenga
algo en contra de los historiadores (al menos contra los que son serios, porque
también hay impostores en este rubro), desde el momento en que me he dedicado a
esa disciplina desde los diez y nueve años de edad (es decir, hace ya cuatro
décadas), cuando ese gran maestro y amigo que fue Alberto S. J. de Paula me
incluyó, como joven investigador, en el Centro de Estudios Regionales de la
UNLZ. Desde entonces arranca mi dedicación a la Historia.
Pero debe decirse muy claramente
(pues como escribió Goethe, al mal hay
que llamarlo por su nombre) que este criterio sospechosamente selectivo,
enunciado por la funcionaria, resulta a esta altura no sólo irritante, sino anacrónico
(porque fue práctica virtuosa en otra época, cuando no existía la profesión del
museólogo) y no garantiza per se el
requisito constitucional de idoneidad, ya que depende de la capacidad de
gestión museística del historiador. Al fin y al cabo, un museo no es una academia
ni una junta de Historia.
Por otra parte, hay cientos de
ejemplos de profesionales de diferentes disciplinas que han conducido con éxito
museos históricos. Para no ir muy atrás en el tiempo, tomemos el caso de la
arquitecta Marcela Fugardo y su brillante gestión en el Museo Histórico
Municipal de San Isidro.
Sostener el criterio de la
incumbencia excluyente de los “historiadores” sería lo mismo que afirmar que
los museos de artes plásticas deben ser dirigidos únicamente por pintores o por
escultores, o por grabadores, o por críticos de arte. Pero, por más que alguna
vez hubo antecedentes remarcables en ese sentido (pensemos en Eduardo
Schiaffino organizando el Museo Nacional de Bellas Artes, o en Cupertino del
Campo, o en Juan Zocchi o en Jorge Romero Brest), es lícito preguntarse si
acaso el dominio de una técnica artística o una pluma crítica acerada asegura,
como si se tratara de una ciencia infusa, la experticia gerencial que supone la
conducción de un museo.
Además, habría que definir ¿qué se
entiende por “historiador”? ¿Alude a una credencial académica o a un sostenido
desempeño de la disciplina, desde la investigación y la cátedra? Porque, como
dije antes, a la par de los historiadores rigurosos, hay farsantes
credencializados y farsantes sin credencial, que suelen construir su celebridad
en los medios dominantes o en las tiradas de libros que repiten, con menos
elegancia y casi nula heurística, lo que dijeron antes otros cronistas más
pulidos.
Pero lo grave es que, además de soslayar
la competencia profesional y la pertinencia epistémica de los museólogos
argentinos en general, la funcionaria olvida que existe, desde hace medio siglo,
una Escuela Nacional de Museología, fundada por el Dr. Julio César Gancedo, orientada
a la disciplina histórica y que depende ¡de la misma Secretaría de Cultura de
la cual depende la Subsecretaría de Patrimonio!
De esa Escuela, cuya Regencia me
honra haber ejercido, han egresado varias promociones con el título de “Técnico
Superior en Museología Histórica” y muchos graduados han articulado su carrera
con estudios universitarios. Demás está decir que, a lo largo de su
trayectoria, el establecimiento ha contado en su claustro docente con
profesoras de la talla de la Licenciada Susana Speroni; y que ha producido
museólogos que han demostrado, en su desempeño, que las lecciones recibidas de
tales maestros no fueron en vano.
Ante la arbitraria preferencia que
sostiene la Subsecretaria de Patrimonio cabe preguntar: ¿por qué negarles a
estos profesionales formados por el propio Estado nacional, la oportunidad de
desempeñarse en museos nacionales? ¿qué sentido tiene que se financie la
Escuela Nacional de Museología con recursos públicos, si luego, sus egresados
no serán tenidos en consideración por el propio Estado nacional, a la hora de
cubrir cargos directivos en sus museos?
O quizá ¿no será esta agenda de
“descarte” el preludio ominoso del cierre de la Escuela?
En cualquier caso, el episodio que
comentamos va de la mano con ese otro interrogante que vienen planteando
algunos museólogos que han acumulado suficiente experiencia (como el Licenciado
Carlos Fernández Balboa) pero que, pese a sus copiosos antecedentes, no han
sido “tocados con la varita mágica” de la política de turno para dirigir un
museo: ¿qué destino tiene en la Argentina la carrera de Museología?
lunes, 5 de febrero de 2024
CATÁLOGO DE LA OBRA ARTÍSTICA DE OSCAR ANDRÉS DE MASI (PEQUEÑAS ESCULTURAS)
SERIE "SÓLO UN DIOS PODRÁ SALVARNOS...".
N.º 3, DESDE EL PODIO DE LA NOSTALGIA (PORQUE HUBO UN TIEMPO MEJOR) TINTÍN CONTEMPLA EL ASEDIO POLIMORFO Y TENTACULAR DEL GLOBALISMO SOCIALDEMÓCRATA Y EL PROGRESISMO AGENDISTA... ETC.
Producción: enero 2024
Colección particular JGP
lunes, 9 de octubre de 2023
LA OBRA MÁS RECIENTE DEL EDITOR DE NUESTRO BLOG COMPLETA UN VACÍO EN LA BIBLIOGRAFÍA ESPECIALIZADA
UNA INTERPRETACIÓN ERUDITA DE SU ESTÉTICA...
EN EL AÑO DEL JUBILEO DEL 180.º ANIVERSARIO DE LA CEABA Y BAJO LOS AUSPICIOS DE LA CONGREGACIÓN, ¡YA ESTÁ AL ALCANCE DEL PÚBLICO!
lunes, 2 de octubre de 2023
DEMNÄCHST... COMING SOON... MUY PRONTO...
Extracto de la introducción de Oscar Andrés De Masi a su obra:
La producción historiográfica relativa a este singular edificio porteño (en rigor, deberíamos nombrarlo como conjunto de edificios, tal como ha llegado hasta nuestros días la suma del templo, más los menos visibles salones parroquiales y las dependencias residenciales) registra principalmente a tres autores que han escrito y publicado con una rigurosa base documental nutrida en fuentes primarias, en este orden cronológico: el pastor Hermann Schmidt, el arquitecto e historiador Alberto S. J. de Paula y el historiador del arte medieval Francisco Corti.
Por su progresión, estos tres trabajos deben tenerse por complementarios, ya que aquello que falta en uno de ellos, el otro viene a completarlo, en lo tocante a la arquitectura. Por nuestra parte, aspiramos a que la presente monografía (concretada en gran medida gracias al acceso a una amplia documentación que la CEABA nos ha facilitado y a las reiteradas visitas al lugar) llene los vacíos anteriores, con nuevos hallazgos heurísticos, nuevas interpretaciones y nuevas comprobaciones organolépticas. Se trata de construir conocimiento por andamiaje, apoyándonos sobre la base de los aportes de aquellos autores fiables que nos precedieron, pero sumando nuestra propia mirada crítica del edificio y nuestra propia lectura de las fuentes de archivo.
El libro del pastor Hermann Schmidt fue publicado originalmente en 1943 con el título de Geschichte der deutschen evangelischen Gemeinde Buenos Aires 1843-1943, como homenaje a los cien años de vida oficial de la Congregación. Aunque aún aguarda su merecida traducción al español (fue reeditado en alemán en 1991), es una fuente indispensable y, por momentos, inagotable, producida por un cronista riguroso, legitimado por la propia institución y conocedor de sus entrañas, ya que era párroco de la iglesia de la calle Esmeralda desde 1937, y pudo acceder sin cortapisas a los archivos parroquiales.
Su síntesis acerca de los comienzos del rito evangélico alemán en nuestro medio, sus pioneros, los momentos iniciales de esa sede porteña y otros cientos de detalles, es admirable. Lo mismo, el acierto de haber dado a conocer planos, croquis y grabados del templo y sus dependencias, hasta ese momento inéditos.
El trabajo de Alberto S.J. de Paula, generoso amigo y fecundo historiador de la arquitectura argentina, es por demás breve, pero adquiere un valor que llamaríamos “sinóptico”, al integrarse a una serie de tres artículos científicos publicados en la revista Anales del Instituto de Arte Americano de la Facultad de Arquitectura de la Universidad de Buenos Aires, durante los años 1962, 1963 y 1964. Estos aportes tuvieron un carácter pionero, porque nunca antes se había emprendido la tarea de estudiar en su conjunto a los principales ejemplos de la arquitectura eclesiástica no católica romana en Buenos Aires, en sus alrededores y en Montevideo, poniendo la cuestión en el contexto de los revivals del siglo XIX. Pese a su concisión, el texto ofrece, además, junto al resumen histórico, unos juicios críticos de interés, fruto de la agudeza del autor como observador.
El artículo del historiador del arte Francisco Corti, publicado en 2002 por el Instituto de Teoría e Historia del Arte “Julio E. Payró” de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, forma parte, también, de un plan sistemático de estudio de la arquitectura neogótica protestante de Buenos Aires y sus alrededores (Iglesias reformadas neogóticas). Es el más extenso y detallado en su objeto formal, si bien la parte histórica relativa al templo alemán la abreva, mayormente, en la obra de Schmidt, y no soslaya los hallazgos de De Paula. A mi juicio, donde se robustece como aporte original, es en el pormenorizado análisis de la estética arquitectónica del edificio, sus vidrieras y su recepción como novedad en la escena urbana local. Por otra parte, la aproximación teórica que trae el capítulo primero de la antología Iglesias reformadas neogóticas, y su capítulo segundo, relativo al neogótico eclesiástico en Buenos Aires, conforman un documento erudito, de lectura obligada y provechosa.
Tanto De Paula como Corti detienen su análisis en las reformas ocurridas en 1923 (aunque Corti menciona el vitral colocado en el ábside en 1933), sin llegar a la intervención de Andrés Kálnay, que ofrecemos, ilustrada, en este volumen. Tampoco se ocuparon de los locales parroquiales creados en el marco de aquel programa constructivo. Y, por razones de calendario, ninguno de ellos, fallecidos hace varios años, pudo conocer las tareas de puesta en valor emprendidas durante 2022-2023 y las comprobaciones que de ellas se derivan.
Como dije antes, la generosa predisposición de las autoridades de la CEABA ha permitido concretar esta publicación, que no sólo toma ventaja de las fuentes bibliográficas ya editadas, sino de la consulta directa de otros documentos inéditos que custodia la Congregación (entre ellos, los planos originales en papel “ferroprusiato” de las fachadas de 1923, hasta ahora nunca analizados) y de las comprobaciones empíricas y discusiones técnicas ocurridas durante las mencionadas tareas de recuperación material.
El templo de la calle Esmeralda es el signo edificado y visible, luego de 170 años de erigido, de la presencia en la Argentina de una comunidad migrante identificada desde el comienzo con el espíritu y el idioma alemán (Volkgeist und Muttersprache) y con la cultura (Kultur) que ese idioma pronuncia, todos ellos componentes del Deutschtum; pero, además, con los principios de la Reforma luterana y sus epigonismos unificados evangélicos. De alguna manera, se trataba de conceptos “conjugados” epocalmente, inseparables el uno del otro e inconcebibles el uno sin el otro, del mismo modo en que se conjuga lo cóncavo con lo convexo.
Es, también, el testimonio de una misión y un servicio inspirados en los valores cristianos, que deben continuar. Sin perder la identidad religiosa protestante que pervive en la CEABA, los herederos de aquella generación fundadora fueron, poco a poco, relajando los mandatos de aquel modelo de “germanidad” y abriéndose a nuevas formas de integración con la República que dispensó hospitalidad a sus ancestros. Ni sus iglesias, ni sus escuelas, ni sus clubes, ni su hospital, ni sus cementerios son ya espacios estrictamente étnicos, porque se han hecho plenamente argentinos, aunque la huella del tono alemán los caracterice, sin duda.
Ciertamente, nada hemos hecho nosotros, los argentinos del presente, sin distinción de credo religioso, para merecer este tesoro, material e inmaterial, que nos fue legado y que está allí, al alcance apropiador de las miradas.
Porque aquellos antepasados del siglo XIX creyeron en este país y pensaron en el futuro, hoy, este bien cultural y cultual enriquece el patrimonio de nuestro presente y permanece como testimonio tangible de la misión ininterrumpida de la Congregación que lo erigió. Pero nos fue dado gratis, sin mérito de nuestra parte. No lo olvidemos.
En suma, las páginas que siguen ofrecen al lector una historia del templo alemán, su equipamiento y sus locales anexos, en sus diversas etapas, lo más completa que nos ha sido posible compilar en base a las fuentes primarias y secundarias disponibles.
Y ofrecen, además, un compendio de su estética, cuyo lenguaje expresivo fue una excepcionalidad en 1853, que sufrió reajustes arquitectónicos en 1923, y añadidos decorativos en 1933, todo ello de mano e ingenio de diferentes actores artísticos.
El inventario de nombres de fundadores, promotores y partícipes pretéritos de este logro (y recalco lo de “pretérito”, casi con nostalgia, porque los protagonistas de estas fechas terminales entre 1853 y 1933 ya no viven), marca el perímetro de humanidad concreta que identifica a la obra, y da cuenta de la fe religiosa que la inspiró y la sostiene.
Las certezas que ya enunciaron otros autores las hemos corroborado. Si hubo algún yerro, hemos intentado rectificarlo, con el debido respeto a quienes antes abordaron el tema. Los vacíos hemos procurado completarlos con nuevas pruebas documentales, hasta donde fue posible.
Hoy, sin duda, sabemos más que antes acerca de este bien arquitectónico de altísima calidad patrimonial e identitaria. Pero no lo sabemos todo, porque existe una cantidad de autorías que seguimos ignorando: ¿quién fue el contratista de la construcción?, ¿quiénes fueron sus albañiles?, ¿quién forjó las rejas, las antiguas y las más nuevas?, ¿quién fabricó la vidriera del gran ventanal de la fachada?, ¿dónde se fabricó?, ¿quién modeló los adornos de los pináculos y las torres?¿quién ejecutó las carpinterías originales?,¿quién diseñó las piezas de cerrajería ornamentada?, ¿quién esculpió los relieves de los ángeles coronados?, ¿quién fabricó las luminarias?, ¿y el altar? Y, como una cuestión recurrente, seguimos preguntándonos acerca de aquel misterioso “P. Bennert”, cuya propuesta, también misteriosa para nosotros, no resistió el peso del croquis… o del nombre de Taylor.
Quizá algún día, otra generación de investigadores acierte con las respuestas, demostrando que la historia es un continuum abierto a nuevos cuestionamientos críticos y, con suerte a favor, a nuevos hallazgos heurísticos. Porque aunque los años pasen, la ciudad cambie, y hasta la feligresía se renueve, la iglesia alemana permanecerá en su lugar, y el discurso que pronuncia con su sola presencia, seguirá siendo parte de esa memoria común, con frecuencia envuelta en la bruma del olvido, pero que, gracias a la crónica histórica o al ritual conmemorativo que satisface a las efemérides, cada tanto vuelve a fluir, como el cauce seco de un río antiguo.